África no fue solo un destino. Fue un despertar.

En Marruecos aprendí que el tiempo puede detenerse entre tés de menta y alfombras en ciudades con mas de mil años. En Tanzania vi amanecer con vistas al Kilimanjaro, con los pies en la tierra y el corazón en la garganta. Y en Egipto… bueno, en Egipto entendí que hay cosas tan antiguas y perfectas que te dejan muda. Y eso, créeme, no es fácil.

En Kenia la naturaleza me sacudió. No desde una postal, sino de cerca: con jirafas cruzando delante del jeep y puestas de sol que parecían coreografiadas. Túnez me sorprendió con sus contrastes —entre la arena, las ruinas y el mar— y con una historia que se cuela en cada rincón.

Y luego están Cabo Verde y Mauricio, esas islas que bailan a su propio ritmo. Una mezcla de África, Europa y Caribe que no se parece a nada, donde el mar no tiene prisa, la música nunca falta y cada día parece domingo.

Cada uno de estos siete países me dejó algo que no cabe en la maleta: un olor, una canción, una conversación con alguien que no hablaba mi idioma… pero me lo dijo todo.

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